Dora Maar: La fotógrafa surrealista que la historia eclipsó

Si el nombre de Dora Maar no te resulta familiar, estás frente a un ejemplo claro de cómo la historia del arte, escrita mayormente por hombres, ha relegado al olvido a una de las fotógrafas más brillantes de las vanguardias francesas del siglo XX. Y si su nombre te suena, hazte esta pregunta: ¿la conoces por su extraordinaria obra fotográfica o porque fue la pareja de Pablo Picasso? En este artículo, queremos devolverle a Dora Maar el protagonismo que merece: el de una artista innovadora, una figura clave de los años 30 y mucho más que una musa en la sombra de un genio.

Una vida entre dos mundos

Henriette Theodora Markovitch, conocida como Dora Maar, nació el 22 de noviembre de 1907 en París, hija de un arquitecto croata, Joseph Markovitch, y una madre francesa, Julie Voisin. Su infancia transcurrió en Buenos Aires, Argentina, donde su padre trabajaba en proyectos arquitectónicos, un entorno que marcó su sensibilidad hacia los contrastes sociales y urbanos. Regresó a Francia en su adolescencia y, ya instalada en París, comenzó su formación artística en la Escuela de Artes Decorativas y en la Academia Julian, enfocándose inicialmente en la pintura. Sin embargo, pronto descubrió que su verdadera pasión estaba en la fotografía, una disciplina que le permitía capturar la realidad y transformarla con su mirada única.

En los años 20 y 30, París era un hervidero de creatividad, y Dora Maar se sumergió en ese ambiente. Formada en la Escuela de Fotografía de París, perfeccionó su técnica y comenzó a trabajar como fotógrafa independiente. En 1931, se asoció con el escenógrafo Pierre Kéfer para abrir un estudio en el número 9 de la rue d’Astorg. Juntos, realizaron encargos diversos: desde retratos de moda que aparecieron en revistas como Vogue y Madame Figaro, hasta fotografía publicitaria y documental. Sus imágenes de las calles de París, Londres o Barcelona muestran una mirada aguda, capaz de reflejar tanto la belleza como las desigualdades de la época. Fotografías como Sans Titre (1933), que retrata a un mendigo ciego en una calle catalana, destacan por su carga social y su composición impecable.

El auge surrealista

A mediados de los 30, Dora Maar se acercó al movimiento surrealista, un punto de inflexión en su carrera. Colaboró con artistas como André Breton y Man Ray, con quien intercambió conocimientos técnicos y para quien posó en varias ocasiones. Este contacto la llevó a experimentar con dobles exposiciones, fotomontajes y una estética onírica que desafiaba la realidad. Obras como Le Simulateur (1936), con su figura retorcida en un pasillo distorsionado, o Portrait d’Ubu (1936), que muestra una criatura grotesca inspirada en la obra de Alfred Jarry, son ejemplos de su talento para lo extraño y lo poético. Estas piezas no solo la situaron como una igual entre los surrealistas, sino que la convirtieron en una de las pocas mujeres reconocidas en un movimiento dominado por hombres.

Maar también tuvo un compromiso político, aunque nunca se afilió formalmente a un partido. Sus imágenes de la Gran Depresión y su apoyo a causas antifascistas reflejan una conciencia social que más tarde compartiría con Picasso.

El encuentro con Picasso y un giro dramático

En 1936, durante un encuentro en el café Les Deux Magots, Dora Maar conoció a Pablo Picasso. La leyenda cuenta que ella, con un aire teatral, jugaba a clavar un cuchillo entre sus dedos enguantados, un gesto que cautivó al pintor. La relación que nació fue intensa y compleja. Maar influyó profundamente en Picasso: lo acercó a ideas políticas de izquierda y documentó la creación de Guernica (1937) con una serie de fotografías que hoy son un tesoro histórico. Picasso, fascinado por su inteligencia y belleza, la retrató en decenas de obras, como la serie de la Mujer que llora, donde sus lágrimas parecen reflejar tanto su carácter como las tensiones de su relación.

Pero este vínculo tuvo un costo. Durante la Segunda Guerra Mundial, Dora abandonó la fotografía y retomó la pintura, influida por Picasso y por el clima de devastación que la rodeaba. La guerra afectó su salud mental, ya frágil de antes, y tras la ruptura con Picasso en 1944, su estado empeoró. Él, lejos de apoyarla, llegó a burlarse de sus crisis nerviosas y a usarlas como inspiración, según relatan amigos de la época como Jean Cocteau. En 1945, Maar fue internada en una clínica psiquiátrica, donde recibió electrochoques, una terapia brutalmente común entonces. El poeta Paul Éluard, indignado por la situación, exigió responsabilidades a Picasso y logró sacarla de allí, pero su antiguo círculo social ya la había abandonado.

Los años de silencio y un legado redescubierto

Tras la ruptura, Dora Maar se retiró a Ménerbes, un pueblo en el sur de Francia, donde vivió recluida con un pequeño grupo de amigos. Se volcó en la fe católica y en la pintura, creando paisajes sobrios y abstractos que contrastan con la audacia de su fotografía anterior. En sus últimos años, experimentó interviniendo negativos antiguos con pintura, fusionando sus dos pasiones en obras únicas que permanecieron inéditas hasta después de su muerte.

Dora Maar falleció el 16 de julio de 1997, a los 89 años, en relativa soledad. Su funeral fue íntimo, con pocos asistentes, un reflejo del olvido al que la había condenado la historia. Sin embargo, su legado resurgió tras su muerte: la subasta de su archivo en 1998 reveló cientos de fotografías, negativos y pinturas que deslumbraron al mundo del arte. Exposiciones como la del Centre Pompidou en 2019 han contribuido a revalorizar su obra, mostrando que su talento rivalizaba con el de figuras como Man Ray o Lee Miller.

Más que una musa

Dora Maar fue una artista completa: fotógrafa de moda, cronista de su tiempo, pionera del surrealismo y, más tarde, pintora introspectiva. Su vida refleja los desafíos de ser mujer y creadora en un mundo que a menudo silencia a quienes no encajan en el relato dominante. No fue solo la «mujer que llora» de Picasso; fue una visionaria que capturó la modernidad y desafió los límites de la imagen. Es hora de recordarla como se merece: una artista imprescindible que merece salir de las sombras.

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