Trabajé en una cervecería de tapas en una bocacalle de la calle Altamira, en pleno centro de Alicante, allá por los años 80. Era un sitio de paso, con clientela variada y su clientela fija: oficinistas, comerciantes, noctámbulos… algún rostro conocido y de vez en cuando, algún rostro que parecía sacado de otro mundo. En aquel rincón del casco urbano aprendí a mirar sin juzgar, y también, a no dar nada por sentado.
En aquel bendito lugar yo he llegado a servir, a cada uno en una punta de la barra, a Luis Francisco Esplá una cervecita con un montadito de mojama y a Máximo Valverde (del que decían en aquel entonces que estaba “liado” con Juanito, el habilitado de clases pasivas de la calle Altamira) un café con leche mientras Manolo Gómez Bur cruzaba el semáforo para entrar en el Gran Sol. Quizás, mas tarde, al entrar en la farmacia me encontraba con Fernando Esteso.
Tiempo después, haciendo extras de camarero en “Las Noches del Castillo” la mesa de los famosos no hacía más que levantar la mano llamándome por mi nombre para que les atendiera. Claro, me conocían.
Entre los personajes que merodeaban por el centro, había uno que no pasaba desapercibido. Un hombre con aspecto de náufrago, siempre sucio, con la barba larga, la ropa desgastada y una melena desordenada que le daba un aire salvaje. Solía merodearr por La Rambla, por la Explanada o por cualquier calle del centro de Alicante, pidiendo limosna o simplemente deambulando, ajeno a todo. Tenía algo extraño, una mezcla de dignidad rota y silencio pesado. Daba mal rollo, para qué negarlo. La mayoría de la gente lo evitaba. Pero un día supe quién era realmente.
Fue mi jefe en aquel bar, apodado «El Chinche», quien me abrió los ojos. Me agarró del hombro, me apartó un momento y me soltó, como quien revela un secreto que nadie más sabe:
—¿Tú sabes quién es ese mendigo? —me dijo, señalándolo con la barbilla—. Es Bravo. Jugador del Barcelona.
Yo me quedé helado. ¿Bravo? ¿Jugador del Barça? Me costaba creer que aquel hombre derrotado, harapiento, que parecía dormir en los portales, hubiese estado alguna vez en lo más alto del fútbol español. Pero así era.
Pedro Bravo Sanz, nacido en La Unión, Murcia, en 1943, fue un centrocampista de gran talento. Pasó por el Real Murcia antes de fichar por el F.C. Barcelona a mediados de los años 60. Fue incluso internacional juvenil con la selección española. En su día, se le veía como una joven promesa del fútbol. Pero como tantas historias de aquella época, su carrera fue breve, y tras dejar el césped, la vida no le tendió ninguna red.
Lo que ocurrió después con él no lo sé con certeza. Se hablaba de problemas personales, soledad, abandono… Quizá también enfermedades que nunca fueron tratadas. Lo que sí es seguro es que acabó viviendo en la calle, en el centro de Alicante, como un fantasma del pasado, ignorado por casi todos.
Durante años, Pedro Bravo fue parte del paisaje urbano, un rostro que se cruzaba en silencio con miles de alicantinos cada día. Pocos sabían quién era. Muchos lo esquivaban sin saber que alguna vez lo aplaudieron miles en un estadio. Aquella doble vida —ídolo caído y mendigo anónimo— lo convirtió en una figura casi mitológica, como un Ulises que nunca pudo regresar a casa.
Y aún hay un detalle más, tristemente revelador: cada cierto tiempo, de año en año, venían algunos familiares desde su pueblo natal en Murcia. Lo encontraban, lo recogían, se lo llevaban de vuelta a casa con la esperanza de rehacer algo de su vida. Pero al poco tiempo, Bravo volvía a Alicante, a las calles que parecían haberle adoptado para siempre, y retomaba las andadas, como si fuera imposible romper con aquella rutina solitaria.
Yo lo vi muchas veces. Desde la puerta del bar o al bajar la persiana. Nunca supe si reconocía los rostros, si recordaba su pasado o si prefería enterrarlo. Pero su sola presencia ya era una historia que gritaba sin palabras.
Hoy, cuando lo recuerdo, siento que su historia no merece quedar en el olvido. Pedro Bravo fue un símbolo de lo que puede pasar cuando el éxito se desvanece y nadie está ahí para sostenerte. Un testimonio vivo —y luego silencioso— de que el fútbol, como la vida, no siempre tiene segundas partes.
Pedro Bravo, el náufrago de La Rambla. El jugador que fue y el hombre que Alicante olvidó.